Es, como todos los cocheros de plaza en general, del tipo «Isidoro». No es completamente iletrado, ya que la legislación de su país ha decretado la «instrucción pública obligatoria» y en su infancia tuvo que gastar de tiempo en tiempo el fondo de su pantalón en los bancos de la «escuela de hermanos de la parroquia».
Aun cuando él mismo viene del campo y ha permanecido tan ignorante como sus compañeros que se quedaron en el pueblo, sin embargo, llamado por su profesión a rozarse con gente de nivel y educación diferentes, ha recogido de aquí y de allá toda una colección de expresiones que abarcan nociones variadas; y ahora mira desde sus alturas, con perfecto desdén, todo lo que viene del pueblo, rechazándolo con indignación como «obscurantismo».
En resumen, es un tipo a quien se aplica perfectamente este adagio: «Corneja, corneja, pierdes tu tiempo, jamás serás un pavo real».
Se considera a sí mismo competente, hasta en materia de religión, de política y de sociología. Con sus iguales, le gusta discutir; a aquellos que considera inferiores a él, los enseña; con sus superiores, se muestra adulador, servil; «se pone en cuatro patas ante ellos».
Una de sus mayores debilidades es la de correr tras las mucamas y las cocineras del barrio, pero lo que le gusta por encima de todo, es, después de una gran cuchipanda, saborear una o dos copitas; luego de lo cual, plenamente saciado, medio amodorrado, sueña …
Para satisfacer sus debilidades, roba regularmente una parte del dinero que le ha confiado su amo para el forraje del caballo.
Como todo «mercenario», nuestro Isidoro no anda sino a garrotazos, y si le da por hacer algo sin ser acosado, siempre es en espera de una propina.
Esa atracción de la propina lo ha llevado poco a poco a adivinar ciertas debilidades de la gente con quien trata, para sacar provecho de ellas, y automáticamente ha aprendido a valerse de artimañas, a adular, y a «untar vaselina», en dos palabras, a mentir.
Tan pronto se presenta una ocasión y él tiene un momento libre, se cuela en un café o en un bar donde se queda horas soñando despierto ante un vaso de vino, conversando con un tipo de su especie, o bien leyendo el periódico.
Trata de tener aspecto imponente, lleva barba y, si es flaco, rellena su indumentaria a fin de parecer más importante.
En cuanto al centro del sentimiento, el conjunto de sus manifestaciones y el sistema entero de su funcionamiento corresponden de lo mejor al caballo del «coche-taxi».
Esta comparación del caballo y de la organización del sentimiento humano nos permitirá además poner en evidencia el carácter erróneo y unilateral de la educación infligida hoy a la generación joven.
El caballo, como consecuencia de la negligencia de que dieron prueba todos los que lo rodearon desde su más tierna edad, y por el hecho de su constante soledad, se ha encerrado de cierto modo en sí mismo: en otras palabras, su «vida interior» se ha visto reprimida, y él ya no dispone, para sus manifestaciones exteriores, más que de la sola fuerza de inercia.
Debido a las anormales condiciones circundantes jamás ha recibido educación especial; ha crecido y se ha formado bajo la sola influencia de palizas brutales y de perpetuas vociferaciones.
Siempre lo han mantenido con trabas; y en cuanto a su alimento, a guisa de heno y de avena, nunca ha recibido más que paja, lo cual en nada corresponde a sus necesidades reales.
No habiendo percibido jamás en ninguna manifestación de quienes lo rodean, el menor signo de ternura o de amistad, el caballo está listo ahora a darse con todo su ser a quien le haga la menor caricia.
Tan es así que las tendencias del caballo, privado de toda aspiración y de todo interés, deben concentrarse inevitablemente en comer, beber y en una atracción automática por el otro sexo; por eso ronda siempre ahí donde puede satisfacerlas y si por casualidad divisa algún paraje donde una de sus necesidades ha sido satisfecha tan sólo una vez, aguarda el momento propicio para escapar hacia allá.
Hay que agregar además que, aun teniendo una comprensión muy débil de sus deberes, el cochero es, a pesar de todo, capaz de pensar, por lo menos un poco lógicamente, y teniendo en cuenta el mañana, buscar, por temor a perder su empleo, o con la esperanza de recibir una recompensa, hacer algo por su amo sin verse literalmente forzado a ello. Pero el caballo, falto de toda educación especial, adaptada a su naturaleza, no ha recibido en el tiempo requerido ningún dato que le permita manifestar las aspiraciones que exige una existencia responsable; por lo tanto no puede comprender, y no puede siquiera esperarse de él que comprenda, por qué debería él hacer algo. De modo que considera sus obligaciones con una total indiferencia y sólo trabaja por temor a una paliza suplementaria.
En cuanto al carruaje, que en nuestra analogía corresponde al cuerpo considerado aisladamente de las otras partes independientes de la presencia general del hombre, su situación es aún peor.
Ese carruaje, como todos los carruajes, está hecho de materiales diversos. Su construcción es de lo más complicada. Había sido destinado – lo cual parecerá evidente a todo hombre de juicio sano – al transporte de toda clase de carga, y no al uso que de él se hace hoy, es decir, sólo al transporte de clientes de paso.
La causa principal de los innumerables malentendidos de los que es víctima se debe al hecho de que había sido previsto para circular por los caminos vecinales, y a que los maestros carroceros habían dispuesto en consecuencia ciertos detalles interiores de su construcción.
Por ejemplo, el principio de engrase – que es una de las principales necesidades de un vehículo hecho de materiales múltiples – había sido concebido de tal manera que la grasa pudiera esparcirse por todas las piezas metálicas, bajo la sola acción de las sacudidas debidas a los tumbos inevitables en tales caminos. Pues bien, ese carruaje, destinado a pequeños caminos vecinales, se estaciona la mayor parte del tiempo en la ciudad, y cuando rueda, es por avenidas asfaltadas, planas como mesas de billar.
A falta de sacudidas, el engrase de todas las piezas ya no se hace uniformemente; de modo que algunas de ellas acaban por oxidarse y ¡dejas de cumplir la función que les había sido asignada.
Por regla general, un carruaje rueda bien mientras sus partes móviles están bien engrasadas. Cuando no lo están suficientemente, se recalientan y, al ponerse al rojo, dañan las piezas vecinas. Además, si hay exceso de grasa en alguna parte, la buena marcha del carruaje peligra. En uno u otro caso, se hace cada vez más difícil para el caballo tirar de él.
El cochero contemporáneo, nuestro «Isidoro», ignora todo esto. No tiene la menor idea de esa necesidad de un engrase uniforme de su carruaje, e incluso si lo engrasa, lo hace sin verdadero conocimiento, de oídas, siguiendo ciegamente las sugerencias del primero que pasa.
Así que, cuando ese carruaje, ahora más o menos adaptado a carreteras planas, debe, por alguna razón, arriesgarse por un atajo, siempre le sucede algo: a veces es una tuerca que salta; otras es un perno que se tuerce – siempre hay una pieza que se descompone: y después de tales tentativas, el viaje raramente termina sin reparaciones más o menos considerables.
En todo caso, se ha vuelto hoy cada vez más peligroso usar ese carruaje para los fines a los que estaba destinado.
Si uno se pone a repararlo, hay que desmontar todo primero, examinar las piezas una por una, y como siempre en semejante caso, bancarias en petróleo para limpiarlas bien, antes de montarlas de nuevo. Además, muy a menudo, resulta urgente cambiar una pieza importante; todo esto no es grave si sólo se trata de una pieza económica, pero a veces sucede que la reparación cuesta más que la compra de un coche nuevo.
Pues bien, está claro que todo cuanto se ha dicho a propósito de las distintas partes cuyo ensamblaje constituye un «coche-taxi» se aplica exactamente a la organización general de la presencia del hombre.
Por la ausencia, entre nuestros contemporáneos, de todo conocimiento y de toda capacidad para preparar convenientemente a los adolescentes con miras a una existencia responsable, educando las diferentes partes que componen su presencia general, cada hombre parece hoy como algo verdaderamente absurdo y cómico en extremo, que presenta, volviendo a nuestro ejemplo, un cuadro como el siguiente:
Un carruaje último modelo, apenas salido de la fábrica, barnizado por auténticos carroceros alemanes de la ciudad de Barmen, y entre las varas, esa clase de caballo que llaman en el país de Trancaucasia un «dglozi-dzi». («Dzi» quiere decir: caballo; «Dgloz» era el nombre de cierto armenio, experto en el arte de comprar y desollar jamelgos.)
En el asiento de ese carruaje de gran estilo está un cochero somnoliento, mal afeitado, hirsuto, con una levita grasienta que ha recogido en el basurero donde la había tirado como un harapo, Menegilda la ayudante de cocina. En la cabeza reluce un nuevo y flamante sombrero de copa, réplica exacta del de Rockefeller, mientras en su solapa resplandece un enorme crisantemo.
Y el hombre contemporáneo ha de presentar inevitablemente ese aspecto bufón, pues desde el primer día de su aparición, esas tres partes formadas en él -las que a pesar de ser de origen diferente y poseer cada. una de ellas unas propiedades de calidad distinta, habrían debido, sin embargo, para servir a una meta única, desde la entrada del hombre en la existencia responsable, constituir por su conjunto mismo su «todo integral»- comienzan a “vivir aisladamente», por así decir, y a fijarse cada una en manifestaciones específicas sin acostumbrarse nunca a prestarse mutuamente el soporte automático indispensable, ni a comprenderse unas a otras, aunque fuese de manera aproximada; así que, más tarde, cuando se requieren manifestaciones concertadas, éstas no pueden producirse.
Por cierto, gracias al “sistema de educación de la nueva generación», ya sólidamente establecido en la vida del hombre – y cuyo único principio consiste en enseñar a los alumnos a repetir de memoria, hasta embrutecerlos completamente, una multitud de palabras y expresiones faltas de sentido, y a hacerles reconocer, por la sola diferencia de sonoridad, la realidad que estas palabras se supone significan- el cochero es todavía capaz de explicar mal que bien a aquellos que son de su mismo tipo, los deseos que él experimenta, y a veces de comprender un poco a sus semejantes.
Por su cháchara con los demás cocheros, mientras espera clientes, y por su «flirteo» repetido en el umbral de las puertas con las sirvientas del vecindario, nuestro Isidoro ha llegado a asimilar diversas formas del «savoir-vivre».
Se ha adaptado igualmente a las condiciones exteriores de la vida de los cocheros en general; por ejemplo, se ha automatizado a distinguir una calle de otra y a encontrar frente a una vía interrumpida por causa de reparaciones, cualquier otro camino para llegar a la dirección solicitada.
¡Pero el caballo … Aún cuando es cierto que esa funesta invención contemporánea que llaman «educación» no se extiende hasta él -lo cual protege a sus facultades hereditarias de la atrofia- su formación se efectúa, sin embargo, en las condiciones anormales del proceso de existencia ordinaria; crece así olvidado de todos, como un huérfano, y por añadidura maltratado, sin adquirir nada que corresponda ni al psiquismo bien determinado de su cochero, ni a su saber, de modo que permanece completamente ignorante de las formas de las relaciones recíprocas vueltas habituales al cochero, y no se establece entre ellos en definitiva ningún contacto que les permita comprenderse.
A pesar de eso, puede que, en su vida encerrada, el caballo llegue a descubrir alguna forma de relación con su cochero, y hasta familiarizarse con algún «lenguaje»; pero por desgracia el cochero lo ignora y ni siquiera sospecha que eso sea posible.
Aparte el hecho de que, en esas condiciones anormales, no se constituye ningún dato entre el caballo y el cochero para permitirles, por poco que sea, comprenderse automáticamente, hay además muchas razones exteriores, independientes de ellos, que les arrebatan toda posibilidad de alcanzar juntos la meta única a la que fueron destinados.
En efecto, así como las diferentes partes independientes de un «coche-taxi» están ligadas entre sí, el coche al caballo por las varas y el caballo al cochero por las riendas, asimismo, todas las distintas partes de la organización general del hombre están ligadas entre sí, el cuerpo con la organización del sentimiento por la sangre, Y la organización del sentimiento con la del pensar por lo que se llama «ganbledzoin», o sea por esa substancia que se constituye en la presencia general del hombre a partir de todos los esfuerzos eserales intencionalmente cumplidos.
El deplorable sistema de educación actual ha llevado a tal resultado que el cochero ha dejado de tener la más mínima influencia sobre su caballo; apenas si puede suscitar en el consciente del animal, por medio de las riendas, estas tres ideas: derecha, izquierda y alto.
Aunque eso no siempre es así, pues las riendas generalmente están hechas de materiales que reaccionan a todos los fenómenos atmosféricos: por ejemplo, bajo una lluvia torrencial, se hinchan y se alargan; cuando hace calor, sucede lo contrario; de modo que su acción sobre la sensibilidad automatizada de percepción del caballo es variable.
Lo mismo se produce en la organización general del hombre ordinario cuantas veces se modifica en él, bajo el efecto de una impresión cualquiera, lo que podría llamarse «la densidad y el ritmo del ganbledzoin»: su pensamiento pierde entonces toda posibilidad de acción sobre la organización del sentimiento.
Así pues, resumiendo todo cuanto acaba de decirse, debemos, querámoslo o no, reconocer que todo hombre debe esforzarse por tener su propio «Yo»; de otro modo, no será jamás sino un «coche-taxi» en el cual podrá tomar asiento cualquier pasajero, quien dispondrá de él a su antojo.
G. Gurdjieff – «Relatos de Belcebú a su nieto».
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