La maldición de la Torah, en realidad, son dos maldiciones. Parirás con dolor, ganarás el pan con el sudor de tu frente. Si te fijas, delimitan el campo semántico del dolor. No hay más dolor que los dos descritos. El dolor, en fin, sólo se produce a través del cuerpo –el parto es la metáfora–, o a través de la sociedad –el trabajo es la metáfora de la sociedad–. Son dolores muy relacionados. Un cuerpo no da para mucho. Es como un reloj. No caben muchos engranajes en él, y todos están en contacto.

Respecto al cuerpo, a parir con dolor, es una fatalidad. La Torah, ahí, no maldice, sino que constata. Un parto humano consiste en el nacimiento del ser con el cráneo más grande de entre todas las especies. Y eso conlleva un dolor inaudito. El parto humano, como garantiza la Torah es, de hecho, el único parto con dolor que se produce en todo el planeta. Ese dolor es el impuesto –el primero; sólo el primero– pagado a cambio de nuestra inteligencia. Es decir, de nuestra alma.

El único paliativo a tanto dolor es precario, y ha costado miles y miles de años. Es el diseño del cráneo, el recipiente la inteligencia. El cráneo, así, nace inacabado. Cuando nacemos, la mandíbula carece de dientes, y el cráneo es flexible, pues aún no está cicatrizado. Es, por tanto, una herida. La primera. Aún así, se podría pensar que el cráneo es un diseño perfecto. Mitiga el dolor. Pero no lo es. La prueba es otra herida periódica. Estás comiendo –comemos con el cráneo– y, de pronto, te muerdes a ti mismo. Eso, a lo largo de la vida, sucede varios miles de veces. Y, en cada ocasión, siempre con el mismo resultado. Vuelves a ser un niño aún no familiarizado con su propio diseño, que redescubre el dolor. No estamos diseñados, en fin, para el dolor, al que no nos acostumbramos. No nos acostumbramos a las heridas. De alguna manera, por tanto, la doble maldición de la Torah se relaciona, en verdad, con las heridas.

Estamos condenados a tenerlas. Tenemos heridas desde el nacimiento. Y nos acompañan toda la vida. De tal manera que es imposible recordar nuestra primera herida –era en el cráneo, recuerda–, como es imposible recordar la primera vez que nos vimos las manos. Es más, básicamente, somos heridas. En la playa no dejas de ver cicatrices, que son heridas viejas. Vas por la calle y no paras de ver personas heridas. Una máquina ha herido los dedos de algunas. A Algunas les ha herido un golpe contra el cuerpo. Algunas llevan una extremidad enyesada. A algunas les faltan extremidades. Son tantas heridas que cuando te cruzas con alguien sin heridas visibles, sabes que, simplemente, no las ves. Tal vez la tienen en la boca. O, tal vez, la herida es, incluso, más profunda, y se ubica más aún en el interior. De hecho, puedes imaginarte a todo el mundo con una herida en el pecho, de la que nunca habla, que nunca enseña. Y que duele. Es una herida sufrida en el cuerpo –el único cuerpo que pare con dolor–, o en el alma –la única alma, entre todos los animales, que no accede a los alimentos sólo por haber nacido.

Somos el animal más expuesto al dolor. Tenemos dos dolores más que el resto, por lo que tenemos que transportar una herida descomunal en el pecho. Somos esa herida. Ahora voy en el metro. Vamos a trabajar. Nos imagino a todos con una herida en el pecho y nos entiendo mejor. Nunca hablamos de esa herida. Nunca jamás lo hemos hecho. Si lo hiciéramos, tal vez esa sería la señal para que finalizara la maldición.

Articulo – GUILLEN DOMINGUEZ – publico.es 20/12/2016
¶ – Foto – La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, pintado en 1632 por Rembrandt como encargo del gremio de cirujanos de Ámsterdam.