El hombre actual sufre por no querer sufrir. Quiere anestesia en la vida cotidiana. Simples dificultades las considera sufrimientos. Sin embargo, una dificultad sólo es preocupante cuando se pasa de la raya, sea por la duración, sea por la intensidad. Tenemos una idea idealizada de la salud, utópica. Para defendernos del dolor acusamos al mundo, a lo que nos rodea, o le ofrecemos la otra mejilla. La moral y la felicidad, antes enfrentadas, se han fusionado; lo que actualmente resulta inmoral es no ser feliz. Allí donde se sacralizaba la abnegación, tenemos ahora la evasión. El clima de euforia sumerge en la vergüenza a los que sufren. Por cualquier medio hay que “tener onda”, ser divertidos. La felicidad es el nuevo orden moral. La felicidad vende libros, revistas, CD. Junto con el mercado de la espiritualidad, es una de las mayores industrias de la época. Pero ¿qué es “sufrir”? Según el diccionario, es “sentir físicamente un daño, un dolor, una enfermedad o un castigo; sentir un daño moral; recibir con resignación un daño moral”. Pero todos sabemos que hay sufrimientos inevitables. Como también sabemos que hay sufrimientos neuróticos. El diccionario se arriesga y habla de resignación. Pero ¿qué es “resignación”? La rebelión dice no. La aceptación dice sí. La resignación es una situación demasiado confortable para que se desee abandonarla y demasiado triste para quedarse ahí. Se nos muere alguien querido, nos rechaza alguien que nos importa, alguien hace algo que nos decepciona… Todas pérdidas. Pero también son pérdidas ser despedidos del empleo, quebrar en una empresa… El otro está presente, aun más que en la alegría. Está presente una distancia: entre antes y ahora, entre realidad y fantasía. Eso duele. Es un dolor sano, que a veces se intenta extirpar con distintos psicofármacos, con alcohol o con otras conductas de evasión. Escribió Piera Aulagnier (“Condenado a investir”, Revista de la APA, 1984, 2-3): “Pensar, investir, sufrir: los dos primeros verbos designan las dos funciones sin las cuales el yo no podría devenir ni preservar su lugar sobre la escena psíquica: el tercero, el precio que deberá pagar para lograrlo”. Dice el tango: “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento”. A la persona que sufre le cuesta “investir”, poner combustible al motor de su subjetividad. Para “investir”, como para “invertir”, hay que apostar. Y el sufriente siente que tiene poco o que no tiene nada. Vivir es arriesgar. Y el sufriente siente que no puede arriesgar lo poquito que tiene. Incluso, atemorizado, recurre a “desinvestir”: retira la inversión, el entusiasmo, el interés. De los otros y de la realidad parecen venir sólo afrentas. La indiferencia se convierte en escudo. Esa bajada de brazos no siempre será permanente. A veces son repliegues tácticos, para volver a la carga. Tenemos derecho a tener un techo, a evitar la intemperie. Otra cosa es que un adulto pretenda la protección que se le da al niño. El infantilismo combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites y evita cualquier obligación. Mi infancia desgraciada, mi madre “castradora”, mi padre ausente… Al demostrar que el ser humano es movido por fuerzas que conoce pero también por fuerzas que no conoce, el psicoanálisis proporcionó a cada cual una batería de pretextos para victimizarse. Sin embargo, el hombre es responsable, imputable. Su historia no excluye su protagonismo.

Una manifestación del sufrimiento es el aburrimiento. Estamos bien cuando “hacemos”, incluso si lo que hacemos es descansar. Hacemos con lo que tenemos. Nuestro psiquismo es una alacena con provisiones. El aburrido tiene pocas reservas psíquicas. O quizá no se pueda saciar con ningún alimento, como un devorador compulsivo. La “sociedad de consumo”, más que ayudarlo, lo agrava. Una tendencia bulímica, insaciable, determinada por una tecnología que abarrota de objetos al mercado. El aburrido necesita excitaciones y las busca afuera, compulsivamente: bebidas, drogas, tragamonedas, bingo, sexo compulsivo, lo que venga.

Los otros cumplen diversas funciones: balance narcisista, vitalidad, sentimiento de seguridad y protección, compensan déficit, neutralizan angustias. La alteridad es la condición de los vínculos no demasiado impregnados por el narcisismo. Uno deviene otro en tanto el vínculo narcisista coexista con vínculos actuales. Reconocer una diferencia entre pasado y presente permite investir un futuro. Crear, gestar. El amor es un juego y, por lo tanto, se pierde y se gana. Abarca una gama de sentimientos: el éxtasis, la dependencia, el sacrificio, la esclavitud, los celos. El amor supone que aceptemos sufrir por y a causa del otro, de su indiferencia, su ingratitud o su crueldad. El enamoramiento es distinto. Nos enamoramos de alguien soñado, deseado, esperado, ausente… Pero hay parejas de larga duración. Continúan deseándose porque han podido transformar el enamoramiento del comienzo en gratitud, en confianza. La ternura es una dimensión de su amor, pero no la única. Existe también la complicidad, el sentido del humor, la intimidad, el placer explorado y reexplorado, existen esa apertura y esa fragilidad de ser dos.

Los celos patológicos se pueden dar en cualquier relación afectiva (amorosa o de amistad). Suponen una concepción primitiva de que amar implica poseer. Ser amado por un celoso o celosa implica aceptar su enfermiza posesividad. Los otros, en verdad, tienen deseos propios, que a veces o a menudo no se corresponden con los nuestros, como lo sabe el que amó y no fue correspondido. Los celos acarrean sufrimiento, provocan ansiedad por la anticipación de la pérdida. El celoso teme que sus cualidades no basten para retener a su otro significativo. De ahí la necesidad de controlar, intimidar y aprisionar. Para amar hay que estar bastante libre de los celos patológicos y sobreponerse a la angustia a perder un lugar privilegiado.

Página 12 (Argentina) Enero/2014